Había estado un poco muerto antes de que te fueras. Ahora, que te alejas incólume a mis afectos te veo desvanecer entre las paredes y las puertas.
Tus silencios, infinitos y desgastadores, habían llenado las habitaciones y los pasillos con los viejos fantasmas de tus palabras ausentes y tus agotadas caricias. Más me hubiera valido no tocarte nunca a que me hubieses tocado en en tantos momentos que ahora se hacen efímeros e inútiles.
Ahora, cargada con una roída maleta llena de toda tu jodida ausencia te dispones a marchar y a me dejas solamente con las huellas de nuestras memorias. Te vas sin ser capaz de mirarme a los ojos, traspasando esa débil frontera entre la historia viva y la historia muerta, llevándote contigo todos mis insoportables lamentos y tus detestables inconsistencias.
Cruzas el vano de la puerta con la cabeza en alto, como emancipada de tus falsos afectos para luego desaparecer entre el devenir de tus movimientos y el lento pero riguroso correr de los segundos. Y al cerrarse la puerta me convenzo de tu no existencia o de lo amargo que fue revolcarme entre tu efímera apariencia, como si me hubiera unido en carne y alma a una imagen imperfecta que sólo rondaba mi cama.
No me queda más que hundirme entre mis sábanas, morder tus antiguos sudores y convencerme, desde lo más profundo de mis desgracias, que todos los amores son fantasmas que atormentan antes de que llegue la mañana.
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