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jueves, 11 de octubre de 2018

AMAR POR DOS

Te miraba todos los días, enclaustrada en tu propia vida, amarrando tus dedos al teclado del computador, con tu aburrida necesidad de ser la trabajadora ejemplar, el eje fundamental de la empresa; sin embargo, a la vez amaba esa pretenciosa forma de ser, tus ínfulas de perfección rosaban mi mediocridad y, de alguna manera, me invitaban a ser un poco mejor, un poquito tan perfecto como tú.

Solía acercarme a ti para sacarte de tu monótona existencia y sentarme a tu lado. En efecto, te hacía sonreír, llorabas sobre mi hombro, hablábamos un poco del montón de idiotas que se movían entre los pasillos de la oficina y salíamos a llenarnos las manos de grasa con las empanadas de la cafetería. Llegaba a mí la sensación de no poder separarme de ti, de tenerte cerca, de dedicarte todos mis tiempos si era necesario. Pero no iba a ser así, no por ahora... No por ahora.

Y es que cada vez que me sentaba sobre mi escritorio me acordaba de que no podía ser para ti. Laura, mi novia de toda la vida, estaba en los preparativos del matrimonio. Hacia muchos años nos habíamos conocido en el grupo de una iglesia de la ciudad y la pasábamos muy bien juntos, nos divertían los mismos chistes malos, las mismas películas que nadie quería ver, las mismas conversaciones llenas de palabras raras. De hecho, Laura y yo fuimos el primer noviazgo del otro, el primer beso de amor, la primera sensación de nervios, las primeras mariposas en el estómago. Éramos inseparables y todos sabían que irremediablemente íbamos a terminar juntos en una casa de suburbio, con un perro, un carro pequeño y un niñito sobre nuestros hombros. Lo teníamos tan claro todo que el chispazo del matrimonio llegó de un momento a otro, tan natural como deseado... pero por alguna razón, la mujer de la monótona existencia se había metido en mi cabeza y no quería salir de ella, y por primera vez en la vida, había debilitado la eterna voluntad de vivir con Laura.

Todo comenzó un sábado de agosto. Nos habían enviado a los dos a una convención de mercadeo en el centro de la ciudad, ella estaba emocionada pues le gustaba aprender cosas nuevas, yo sonreía de verla tan extrovertida y simpática aquel día. Terminada la jornada le dije que la acompañaría a la casa, que era tarde, que no iba a dejarla sola. Accediste y nos fuimos en un Uber hablando de todo lo aprendido; finalmente, el cansancio te hizo recostar sobre mis hombros, te abracé y dejé que durmieras un poco mientras llegábamos a tu casa. Fue inevitable para mí besar varias veces tu frente y jugar con tus cabellos, tú dejaste caer tu mano sobre el muslo de mi pierna izquierda; te dije que te quería y levantando levemente tu cabeza me dijiste que también me querías, que lamentabas no haberme conocido antes, me abrazaste y dejaste en mi mejilla un beso que no se sentía como el de los amigos, en éste habían otras cargas, otras sensaciones... y porque no, algunos dolores. Te dejé en la puerta de la casa y volví a la mía llena de preguntas, de dudas, en medo de una batalla de emociones a las cuales no sabía dar respuesta.

Después de ese día, ya no te quería más a mi lado, sólo buscaba las excusas perfectas para huir de ti, de tus palabras, de tus mohines perfectos, de tus abrazos y tus miles de palabras tiernas. Sabíamos que sentíamos algún tipo de infortunada química, ya las cosas no podían ser igual y debíamos huir el uno del otro. Nos hicimos antipáticos en muchas ocasiones, en otras olvidábamos que alejarnos era lo mejor y nos acercábamos con los deseos rotos, con abrazos difíciles y palabras equivocadas. La suerte se nos volvió amarga, porque a pesar de todas las cosas que sentíamos, yo a Laura, aún la amaba y no la iba a dejar sola. Nunca imaginé amar a dos mujeres al mismo tiempo, con la misma intensidad y el mismo deseo.

Así llegó el día de la boda. Fue un día feliz. Tomar la mano de mi esposa, vivir junto a ella y pensar en miles de proyectos se convirtió en una aventura maravillosa e interesante. Me duele verte en ocasiones allí, junto a tu computador, enclaustrada en tu trabajo. Quizás nos divertiríamos mucho si también nos hubiéramos casado, a lo mejor también brindaríamos por muchos proyectos y te cuidaría todos los días como aquella vez en el taxi... Pero sólo quiero cuidar de Laura, llenar de besos su frente y nunca abandonarla. De vez en cuando te visitaré a ti, te llevaré una avena y un buñuelo, como tanto te gusta, te haré reír y seguirás llorando sobre mis hombros, seré tu amigo y querré besarte aunque nunca llegue a hacerlo. Es la vida que me tocó, amarte mientras amo también a la que lleva el anillo de bodas. A veces hubiera sido mejor huir, estar solo y fingir que nadie es capaz de amarme un poco. 

lunes, 26 de septiembre de 2011

MI TOTALMENTE YO


Desde hace dos días me veo a mí mismo en este apartamento. He asumido la situación sin miedo, pues no me gusta amedrentarme frente a las cosas, así sean tan poco convencionales como ésta.

En las tardes cuando llego al apartamento, estoy ahí, viendo televisión o navegando en internet. Me saludo y continúo en el sofá o frente al computador como si nada. Al principio me aterró que esto sucediera, pero al verme tan frío e inocente me dije que podía soportarlo un poco, por lo que llegué al extremo de cocinar para los dos. Como él soy yo, considero que deben gustarle las mismas cosas que a mí, así que voy y me las dejo en la mesa mientras yo como en la habitación.

Me preocupa que pierda tanto su tiempo, ahí sentadote todo el día, repasando una y otra vez mis cuentas de facebook o de twitter, siendo cada vez más inoficioso. ¿Por qué no me busca un trabajo o hace alguna cosa? ¡No puedo mantenerlo todos los días! Pago la luz y el agua que consume sin darme las gracias y trato de mantener las cosas en orden mientras él se da la gran vida. Digo: ya que vino, pues que haga algo y colabore. Todo esto me ha hecho pasar del terror inicial a la total impaciencia.

 La situación se ha vuelto un poco más compleja desde hace unos días para acá; le ha dado por dejarme el apartamento desordenado, sucio y oloroso. No se baña y me deja la comida tirada en el suelo. Tuve que gritarle, decirle lo que pensaba, que era un gañán y un muerto de hambre, que si no cambiaba un ápice sus comportamientos le iba a romper mi carota. Sólo le dio risa y siguió viendo televisión. No podía creer que ese tal, que ese yo que no era yo… ¡¡Así no era yo!!… fuera tan descarado. Podía tener mi rostro y mi cuerpo, mis pequeñas manos y mi vocecita idiota, pero fuera de eso no era más que un Ello, un Otro, una Nada… una Mierda…

 Me fui desesperando mientras las semanas se sucedían las unas a las otras. Su desparpajo, su ocio, sus ganas de no hacer nada me tenían totalmente harto. En muchas ocasiones evité quedarme en mi apartamento y optaba por dormir en la casa de algunas amigas o amigos. Cuando regresaba, ahí estaba yo, enconchado en el sofá con una barba de meses, con los interiores sucios y ese pútrido olor de un cuerpo sobre el que no volvió a pasar el agua. Todo estaba tan desmoronado, todo el esfuerzo de mis últimos años se había ido tanto al caño que no aguanté más y me lancé sobre mí mismo, le puse mis manos alrededor de mi cuello y comencé a golpearlo en mi cara, una y otra vez, todas las veces que pude y sin que él pudiera defenderse o tan siquiera responder con la misma violencia.

Después de dejarle todo mi rostro lleno de sangre, empapado con todas las gotitas de cada una de mis venas me levanté y le dije que se fuera, que ya no lo soportaba más y sin que yo pudiera reaccionar lo vi lanzarse hacia mí, repitiendo del mismo modo la barata agresión que le había propinado; los mismos golpes en los mismos lugares, la misma sangre, la misma angustia. Después de unos minutos ambos estábamos en el suelo. Yo aprovechaba para pensar en medio de mi agonía cómo carajos iba a limpiar la alfombra. Tomé un pequeño impulso con las fuerzas que me quedaban y me levanté, todo el cuerpo me temblaba y sentía que la cara en cualquier momento se me iba a caer. Allí también estaba yo, en el suelo, como muerto, mirando el cielo raso con una mirada limpia, libre. Me acerqué y me tomé de la cabeza para levantarlo, no hubo más remedio que verlo morir entre mis brazos mientras goteaban chorros de sangre de mi boca. Supe en ese momento que si él moría también iba a morir yo. Nos quedamos entonces mirando juntos el cielo raso, con las miradas limpias y libres mientras se acercaba la noche que era también un día.

jueves, 15 de septiembre de 2011

EL MUERTO, LOS MUERTOS


En las noches siempre me tomo un café mientras suenan tiros en la calle. A veces, creo que uno de esos disparos entrará por la ventana y me abrirán un hueco inmenso en la frente. Quizás me quede algo de vida, la suficiente para quedarme viendo por el espejo cómo el chorro de sangre sale de mi cabeza abundantemente para cubrir por completo mi cara. 
Pero cuando me doy cuenta de que semejante imagen sólo me genera una sensación aburrida de nervios y ahogo, dejo de recrearla en mi mente y me encierro en el baño mientras termino mi café, mientras terminan los tiros.
En la mañana, cuando salgo a la calle siempre es lo mismo, uno o dos cadáveres tumbados en los andenes, una patrulla de la policía estacionada junto a una panadería, todas esas insoportables cintas amarillas y unos cuatro uniformados tratando de llenar sus planillas con crímenes sin resolver. Luego de ver todo ese panorama dantesco, me nace la inoficiosa necesidad de ver a los muertos antes de tomar el bus. Se me había convertido esto en una especie de ritual de suerte imperfecta que morbosamente cumplía cada mañana. Lo que más me interesaba era ver sus rostros rígidos con esos mohines trágicos donde se dibujaba la instantánea de esa pequeña agonía entre el disparo y la muerte. Dejaban casi siempre sus ojos mirando a la inmensidad, como tratando de alcanzarla para escapar de esa maldita suerte que los había obligado a morir en una calle fría, sin un café y sin un cigarrillo. Es extraño ver a un ser humano muerto. Siempre los veo por ahí corriendo hacia sus oficinas, frunciendo el ceño, moviendo sus bocas para exhalar cada una de esas palabras sin memoria, mordiendo sus lenguas, apretando sus puños, venciendo la vida. Sí, siempre están danzando en medio de dolorosos movimientos, de ahí que verlos estáticos, inmóviles, ligeros, me parece un poco grotesco y a la vez glorioso.
Tengo que irme, un policía me recuerda que no tengo nada que hacer al lado de los muertos, y es cierto, sólo me queda tomar el bus con el que comienzan las paulatinas instantáneas de las que está hecha mi vida. Veo las mismas imágenes todos los días. El bus repleto de gente a la que tendré que manosear sin pretendidas intenciones, la obligación contractual de saludar a mis fingidos compañeros de trabajo, el teclear infinito en el computador, sus miles de insoportables letricas… q,w,e,r,t,y,u,i,o,p,s... qué mierda, el almuerzo al que siempre le cambio la ensalada por un huevo frito, los informes almacenados en esas carpetas que nadie vuelve a tocar. Todas esas instantáneas, todas son mi vida.
La gente de esta oficina sabe que soy así, un pobre hombre al que sólo le interesa que se apague el aburrido día. Alguien me diría que optara por el suicido, que era mejor eso a tener que soportar un mundo en el que no encajaba, pero le dije que la muerte aún no me merece y le recordé los muertos que veía cada mañana, sus caras impostadas, como decoradas por la nada; le dije que prefería permanecer oculto a los demás a ser la estampa de un periódico amarillista.
Pero en medio de ese mundo de soledades auto-impuesto había una persona que me interesaba entre los puntos cardinales. Se llamaba Carmen, tenía una hija de dos años, estaba casada y aún así era la zorra de estas paredes y quizás de todas. En el fondo lo que más me molestaba era no tener el valor de decirle cualquier cosa cuando era de todos sabido que se abría de piernas con tan sólo un hola… Si al menos tuviera el valor de decirle cualquier monosílabo que me acostara con ella... Algún día tenía que hacerlo, a ver si de alguna manera me cambiaba la piel y con la piel, la vida.
En la tarde, por cosas de la caprichosa vida terminé por coincidir en el mismo bus con ella. Estaba casi vacío y en la silla que ella ocupaba, obvio, no había compañía. Aún así, quise evitarla y desvié mi mirada para simular no haberla visto y escapar de ella, pero antes de que yo lo hiciera ya estaban sus ojos en los míos, seguidos por ese gesto ridículo que hace la gente con la cabeza para invitarlo a uno a hacerse a su lado. No pude escapar o simplemente no quise. Durante el trayecto habló mucho de sí misma, de cómo le apestaba esa oficina llena de babas masculinas que sólo se interesaban en su belleza… ¿Pero sabes qué?... Me preguntó como si yo de verdad le pudiese dar alguna respuesta sensata. Nunca tengo alguna… Lo que más me molesta es que no sientan vergüenza de que esté casada y tenga una hija, tú sabes, Valentina, la nena que llevo a veces a la oficina. Ni siquiera así me respetan. ¿No crees?... Quería decirle que la que carecía de respeto era ella, pero si se lo decía corría el peligro de no acostarme sobre su cuerpo esa noche.
Sentirla tan cerca, tan cálida junto a mí me hacía desearla. Pero ella qué se iba a fijar en mí, en el silencioso empleado de oficina que sólo abría la boca para comer su emparedado… Oye, tengo tantas cosas en la cabeza y tengo tanta rabia en este momento que sólo me relajaría una copa de vino ¿Te gustaría tomarte una conmigo, aunque sea una chiquita?... La miré fijamente, casi incrédulo de su propuesta, pero no pude desatenderla… Claro. Por mí no hay problema… Pero no quiero tomar a la vista de nadie, tú sabes cómo en esta ciudad, tan inmensa, te encuentras a los conocidos en todas las calles, como si lo persiguieran a uno. Y en mi casa no puedo, allá está Valentina y la niñera ¿Me entiendes?… Era esta la ocasión o no era ninguna, así que le dije que podíamos ir a mi apartamento y tomar algo allá… Bueno, no es mala idea, dijo.
Tan pronto abrí la puerta ella ya estaba en la cama. No sabía si entender su gesto como un elogio o como el final de una pésima novela, sin embargo, y haciendo a un lado la idea de tomar una copa de cualquier cosa, me revolqué en medio de sus piernas dejando que las horas pasaran entre los timbres de su celular, sus gemidos y mis palabras odiosas. Hacia la media noche sus labios abandonaron mi cuerpo para fumarse un cigarrillo, fue justo en ese momento cuando comenzaron los tiros, dando inicio a ese acto de teatro del que está empapada la violencia. Pero esta vez fue diferente, los disparos entraron por mi ventana, diseminando los cristales por toda la pieza. En ese instante deseé que esa mujer no estuviera en mi cama sino en la de su hija, le grité que se tirará al suelo y que no se moviera de ahí para nada. Mientras tanto, yo me arrastraba hasta el inodoro para vomitar todo el miedo que me tragaba. Fue así como me encontró el silencio de nuevo, con la cabeza hundida en el retrete, con la boca llena de esa saliva amarilla. El silencio que rondaba las calles era ese sepulcral que sigue a los ruidos confusos y enfermos, me levanté y regresé a la habitación. Allí la vi aún en el suelo, con la mirada perdida, con la cara empapada de sangre, tal como yo siempre me imaginaba. Me acerqué a su cuerpo para ver si aún continuaba caliente, con ese calor que acompañaba seguramente sus desenfrenos, pero no, estaba un poco tibia. Toda muerta.
Pensé durante dos horas qué haría con ella. La policía nunca llegaba en la noche, siempre llegaba al amanecer para levantar a los muertos. Quizás debía dejarla allá, en el andén, junto a los demás cuerpos fríos. Igual, no me competía su muerte, no me pertenecía su cuerpo. Resuelto mi dilema puse una bolsa en su cabeza, la anudé en su cuello para que la sangre no rociara todo el suelo, la levanté y la cargué sobre mis hombros, salí de la habitación y, a diferencia de las series de criminales y detectives que salen por el cable, a mí nadie se me apareció inoportunamente por el camino. Igual, eran las dos de la mañana.
La calle estaba completamente sola y era normal. Nadie volvía a asomar su cabeza creyendo que en cualquier momento regresarían los disparos o, simplemente, porque era un lunes y los lunes en la noche todo el mundo quiere estar dormido. Así que allí la deje, al pie de uno de los muertos. Le quité la bolsa que puse en su cabeza y derramé la sangre que había en ésta cerca de su rostro. Regresé a mi habitación totalmente frustrado, con ese voraz deseo de habérmela tragado en la cama por toda la noche. 
No dormí, pase el resto de la noche limpiando la habitación, recogiendo los vidrios rotos y los pedazos de carne. Metí las piezas que quedaban de la ropa de la mujer en una bolsa y la metí en el maletín viejo que siempre llevaba a la oficina, en alguna caneca la dejaría después. Me tomé un café, me fumé un cigarrillo y me asomé a la ventana donde ya estaban los mismos cuatro policías de siempre, tapando los cuerpos, haciendo sus informes inútiles. Uno de ellos hablaba con otro de la bolsa con sangre que llevaba en su mano, alguna baba se me atascó en la garganta, pero asumí que esa ya no era problema mío. O no lo sé. Después preguntaría todo el mundo, desde su marido hasta los de la oficina, qué hacía ella allí, cerca de mi apartamento. Sólo sabría decirles que no lo sé, o la verdad, que unas balas que yo no he querido se la habían cargado entera de este mundo, que así eran todas las noches... o yo qué sé. Me acomodé la corbata, tomé el maletín y salí a la calle, y cumpliendo con mi morboso rito me acerqué a los muertos de nuevo, les vi sus caras en busca de consuelo, pero la de ella era distinta a las caras de esos finaos cotidianos, su rostro estaba tranquilo, como dormido. Quizás para ella lo mejor de haber estado conmigo era encontrase muerta. 

jueves, 25 de agosto de 2011

NO TE ODIO, SIMPLEMENTE ME ERES INDIFERENTE

Me había despertado aquella mañana algo sonriente a pesar de ese sabor amargo que fastidiaba mi boca y, despacio, como si todos los sueños se convirtieran en pesados recuerdos, me levanté de la cama hasta llegar a pasos lentos hacia la ventana. Desde ésta, pude observar la inmensa ciudad que se me había escondido toda la noche y que ahora se me ofrecía cargada de luces cegadoras que me recordaban que mis ojos habían estado llenos de lágrimas innecesarias, de esa tristeza líquida y salada que producen los amores desafortunados cuando cumplen su ciclo. Por ahora, tenía el deber de dejar atrás tantas memorias desagradables y para ello decidí salir a caminar entre bicicletas, piernas y patines... pero fue en ese buen instante cuando sonó el teléfono con esa voz que, pensé, tenía que yacer en el olvido.

- ¿Sólo quiero saber si me sigues odiando?- dijo, sin saludar, sin mediar otra palabra.

Aquella pregunta llena de acusaciones fue suficiente para que el mal sabor de mi boca pasara a mi memoria, a todos mis recuerdos, ahora agridulces, acibarados, llenos de esa saliva agria que es tan insoportable en las mañanas... A pesar del hastío que me significaba tener que hablarle de nuevo, sabia que debía darle una respuesta, aquella que había devanado una y mil veces en las insufribles horas perdidas de esta ciudad, en medio de heladas botellas de cerveza o en el verso enajenado con los amigos; definitivamente, era el momento de decirle: "No, no puedo odiarte, simplemente, me eres indiferente."

Con aquella expresión daba por sentado que este era un amor anacrónico que amenazaba con desaparecer en el tiempo y por ello quise desterrar todas las posibilidades de su regreso... aunque en el fondo, quería que volviera, para poder acariciar de nuevo cada centímetro de esa piel que mediamos con nuestras manos, para poder hundirme entre sus labios y desaparecer en el limbo de sus humedades, para romper su piel con la mía, como en aquellas mañanas solitarias, cuando nadie veía ni vigilaba nuestra almohada... pero era mejor este destierro, para salvar un poco mi alma.

- Si tan sólo me comprendieras un poco, nadie va comprender las razones que se sumaron a mis errores.

No es cierto, tu mayor razón fue no creerme, desconfiar totalmente de mis palabras para luego entregarte a tus miedos. ¡Es mejor que te quedes con ellos! Con cada uno de ellos, con sus caras pálidas y sus ganas de no dejarte correr hacia la verdad. Mejor quédate ahí con esos rostros pálidos, danzando sola entre sus miradas vacías, dándoles el gusto que nunca me diste a mí, el de entregarles tu existencia. Igual, yo seguiré aquí sólo, ya no me importa el amor. Sé que anda por ahí, escupiendo en las caras de los soñadores que quieren ser felices. Pero yo, yo ya no me quiero tragar sus babas.

El otro lado del teléfono se hizo ausencia, sabía que mis duras palabras eran ciertas... y que la mejor respuesta ante la verdad es el silencio y la huida. Miré de nuevo hacia los cerros, empapados del color naranja de la madrugada, esperándome para que en la tarde me tome un café cerca de sus faldas.   

martes, 23 de agosto de 2011

AMORES Y FANTASMAS


Había estado un poco muerto antes de que te fueras. Ahora, que te alejas incólume a mis afectos te veo desvanecer entre las paredes y las puertas.
Tus silencios, infinitos y desgastadores, habían llenado las habitaciones y los pasillos con los viejos fantasmas de tus palabras ausentes y tus agotadas caricias. Más me hubiera valido no tocarte nunca a que me hubieses tocado en en tantos momentos que ahora se hacen efímeros e inútiles.

Ahora, cargada con una roída maleta llena de toda tu jodida ausencia te dispones a marchar y a me dejas solamente con las huellas de nuestras memorias. Te vas sin ser capaz de mirarme a los ojos, traspasando esa débil frontera entre la historia viva y la historia muerta, llevándote contigo todos mis insoportables lamentos y tus detestables inconsistencias.

Cruzas el vano de la puerta con la cabeza en alto, como emancipada de tus falsos afectos para luego desaparecer entre el devenir de tus movimientos y el lento pero riguroso correr de los segundos. Y al cerrarse la puerta me convenzo de tu no existencia o de lo amargo que fue revolcarme entre tu efímera apariencia, como si me hubiera unido en carne y alma a una imagen imperfecta que sólo rondaba mi cama.

No me queda más que hundirme entre mis sábanas, morder tus antiguos sudores y convencerme, desde lo más profundo de mis desgracias, que todos los amores son fantasmas que atormentan antes de que llegue la mañana.