En las noches siempre me tomo un café mientras
suenan tiros en la calle. A veces, creo que uno de esos disparos entrará por la
ventana y me abrirán un hueco inmenso en la frente. Quizás me quede algo de
vida, la suficiente para quedarme viendo por el espejo cómo el chorro de sangre
sale de mi cabeza abundantemente para cubrir por completo mi cara.
Pero cuando me doy cuenta de que semejante imagen
sólo me genera una sensación aburrida de nervios y ahogo, dejo de recrearla en
mi mente y me encierro en el baño mientras termino mi café, mientras terminan
los tiros.
En la mañana, cuando salgo a la calle siempre es lo
mismo, uno o dos cadáveres tumbados en los andenes, una patrulla de la policía
estacionada junto a una panadería, todas esas insoportables cintas amarillas y
unos cuatro uniformados tratando de llenar sus planillas con crímenes sin
resolver. Luego de ver todo ese panorama dantesco, me nace la inoficiosa
necesidad de ver a los muertos antes de tomar el bus. Se me había convertido
esto en una especie de ritual de suerte imperfecta que morbosamente cumplía
cada mañana. Lo que más me interesaba era ver sus rostros rígidos con esos
mohines trágicos donde se dibujaba la instantánea de esa pequeña agonía entre
el disparo y la muerte. Dejaban casi siempre sus ojos mirando a la inmensidad,
como tratando de alcanzarla para escapar de esa maldita suerte que los había
obligado a morir en una calle fría, sin un café y sin un cigarrillo. Es extraño
ver a un ser humano muerto. Siempre los veo por ahí corriendo hacia sus
oficinas, frunciendo el ceño, moviendo sus bocas para exhalar cada una de esas
palabras sin memoria, mordiendo sus lenguas, apretando sus puños, venciendo la
vida. Sí, siempre están danzando en medio de dolorosos movimientos, de ahí que verlos
estáticos, inmóviles, ligeros, me parece un poco grotesco y a la vez glorioso.
Tengo que irme, un policía me recuerda que no tengo
nada que hacer al lado de los muertos, y es cierto, sólo me queda tomar el bus
con el que comienzan las paulatinas instantáneas de las que está hecha mi vida.
Veo las mismas imágenes todos los días. El bus repleto de gente a la que tendré
que manosear sin pretendidas intenciones, la obligación contractual de saludar
a mis fingidos compañeros de trabajo, el teclear infinito en el computador, sus
miles de insoportables letricas… q,w,e,r,t,y,u,i,o,p,s... qué mierda, el
almuerzo al que siempre le cambio la ensalada por un huevo frito, los informes
almacenados en esas carpetas que nadie vuelve a tocar. Todas esas instantáneas,
todas son mi vida.
La gente de esta oficina sabe que soy así, un pobre
hombre al que sólo le interesa que se apague el aburrido día. Alguien me diría
que optara por el suicido, que era mejor eso a tener que soportar un mundo en
el que no encajaba, pero le dije que la muerte aún no me merece y le recordé
los muertos que veía cada mañana, sus caras impostadas, como decoradas por la
nada; le dije que prefería permanecer oculto a los demás a ser la estampa de un
periódico amarillista.
Pero en medio de ese mundo de soledades
auto-impuesto había una persona que me interesaba entre los puntos cardinales.
Se llamaba Carmen, tenía una hija de dos años, estaba casada y aún así era la
zorra de estas paredes y quizás de todas. En el fondo lo que más me molestaba
era no tener el valor de decirle cualquier cosa cuando era de todos sabido que
se abría de piernas con tan sólo un hola… Si al menos tuviera el valor de
decirle cualquier monosílabo que me acostara con ella... Algún día tenía que
hacerlo, a ver si de alguna manera me cambiaba la piel y con la piel, la vida.
En la tarde, por cosas de la caprichosa vida terminé
por coincidir en el mismo bus con ella. Estaba casi vacío y en la silla que
ella ocupaba, obvio, no había compañía. Aún así, quise evitarla y desvié mi
mirada para simular no haberla visto y escapar de ella, pero antes de que yo lo
hiciera ya estaban sus ojos en los míos, seguidos por ese gesto ridículo que
hace la gente con la cabeza para invitarlo a uno a hacerse a su lado. No pude
escapar o simplemente no quise. Durante el trayecto habló mucho de sí misma, de
cómo le apestaba esa oficina llena de babas masculinas que sólo se interesaban
en su belleza… ¿Pero sabes qué?... Me preguntó como si yo de verdad le pudiese
dar alguna respuesta sensata. Nunca tengo alguna… Lo que más me molesta es que
no sientan vergüenza de que esté casada y tenga una hija, tú sabes, Valentina,
la nena que llevo a veces a la oficina. Ni siquiera así me respetan. ¿No crees?...
Quería decirle que la que carecía de respeto era ella, pero si se lo decía
corría el peligro de no acostarme sobre su cuerpo esa noche.
Sentirla tan cerca, tan cálida junto a mí me hacía
desearla. Pero ella qué se iba a fijar en mí, en el silencioso empleado de
oficina que sólo abría la boca para comer su emparedado… Oye, tengo tantas
cosas en la cabeza y tengo tanta rabia en este momento que sólo me relajaría
una copa de vino ¿Te gustaría tomarte una conmigo, aunque sea una chiquita?...
La miré fijamente, casi incrédulo de su propuesta, pero no pude desatenderla…
Claro. Por mí no hay problema… Pero no quiero tomar a la vista de nadie, tú
sabes cómo en esta ciudad, tan inmensa, te encuentras a los conocidos en todas
las calles, como si lo persiguieran a uno. Y en mi casa no puedo, allá está
Valentina y la niñera ¿Me entiendes?… Era esta la ocasión o no era ninguna, así
que le dije que podíamos ir a mi apartamento y tomar algo allá… Bueno, no es
mala idea, dijo.
Tan pronto abrí la puerta ella ya estaba en la cama.
No sabía si entender su gesto como un elogio o como el final de una pésima
novela, sin embargo, y haciendo a un lado la idea de tomar una copa de
cualquier cosa, me revolqué en medio de sus piernas dejando que las horas
pasaran entre los timbres de su celular, sus gemidos y mis palabras odiosas.
Hacia la media noche sus labios abandonaron mi cuerpo para fumarse un
cigarrillo, fue justo en ese momento cuando comenzaron los tiros, dando inicio
a ese acto de teatro del que está empapada la violencia. Pero esta vez fue
diferente, los disparos entraron por mi ventana, diseminando los cristales por
toda la pieza. En ese instante deseé que esa mujer no estuviera en mi cama sino
en la de su hija, le grité que se tirará al suelo y que no se moviera de ahí
para nada. Mientras tanto, yo me arrastraba hasta el inodoro para vomitar todo
el miedo que me tragaba. Fue así como me encontró el silencio de nuevo, con la
cabeza hundida en el retrete, con la boca llena de esa saliva amarilla. El
silencio que rondaba las calles era ese sepulcral que sigue a los ruidos
confusos y enfermos, me levanté y regresé a la habitación. Allí la vi aún en el
suelo, con la mirada perdida, con la cara empapada de sangre, tal como yo
siempre me imaginaba. Me acerqué a su cuerpo para ver si aún continuaba
caliente, con ese calor que acompañaba seguramente sus desenfrenos, pero no,
estaba un poco tibia. Toda muerta.
Pensé durante dos horas qué haría con ella. La
policía nunca llegaba en la noche, siempre llegaba al amanecer para levantar a
los muertos. Quizás debía dejarla allá, en el andén, junto a los demás cuerpos
fríos. Igual, no me competía su muerte, no me pertenecía su cuerpo. Resuelto mi
dilema puse una bolsa en su cabeza, la anudé en su cuello para que la sangre no
rociara todo el suelo, la levanté y la cargué sobre mis hombros, salí de la
habitación y, a diferencia de las series de criminales y detectives que salen
por el cable, a mí nadie se me apareció inoportunamente por el camino. Igual,
eran las dos de la mañana.
La calle estaba completamente sola y era normal.
Nadie volvía a asomar su cabeza creyendo que en cualquier momento regresarían
los disparos o, simplemente, porque era un lunes y los lunes en la noche todo
el mundo quiere estar dormido. Así que allí la deje, al pie de uno de los muertos.
Le quité la bolsa que puse en su cabeza y derramé la sangre que había en ésta
cerca de su rostro. Regresé a mi habitación totalmente frustrado, con ese voraz
deseo de habérmela tragado en la cama por toda la noche.
No dormí, pase el resto de la noche limpiando la
habitación, recogiendo los vidrios rotos y los pedazos de carne. Metí las
piezas que quedaban de la ropa de la mujer en una bolsa y la metí en el maletín
viejo que siempre llevaba a la oficina, en alguna caneca la dejaría después. Me
tomé un café, me fumé un cigarrillo y me asomé a la ventana donde ya estaban
los mismos cuatro policías de siempre, tapando los cuerpos, haciendo sus
informes inútiles. Uno de ellos hablaba con otro de la bolsa con sangre que
llevaba en su mano, alguna baba se me atascó en la garganta, pero asumí que esa
ya no era problema mío. O no lo sé. Después preguntaría todo el mundo, desde su
marido hasta los de la oficina, qué hacía ella allí, cerca de mi apartamento.
Sólo sabría decirles que no lo sé, o la verdad, que unas balas que yo no he
querido se la habían cargado entera de este mundo, que así eran todas las noches...
o yo qué sé. Me acomodé la corbata, tomé el maletín y salí a la calle, y
cumpliendo con mi morboso rito me acerqué a los muertos de nuevo, les vi sus
caras en busca de consuelo, pero la de ella era distinta a las caras de esos
finaos cotidianos, su rostro estaba tranquilo, como dormido. Quizás para ella
lo mejor de haber estado conmigo era encontrase muerta.
No hay comentarios:
Publicar un comentario